Siempre esperaba, apoyando su cabecita en el marco roto de la pequeña ventana de su rancho de madera y chapa. Se había quedado solo y desamparado. Sus ocho años de edad no le ayudaban en nada. Rosa una vecina, era la que lo atendía, hasta que la justicia se hiciera cargo de él. Se llamaba Iván. Una mañana como tantas otras, Rosa le llevó mate cocido y un trozo de pan. Abrió la puerta y corrió a sus brazos diciéndole: -¡Rosa, Rosa, lo he visto, ha venido otra vez! Y ella como siempre le contestaba: ¿A quién viste? El le contestó con voz muy agitada. ¡Allí atrás en el sendero, mi tren, ven mira las aves que hay en él! ¿Pero es que no lo ves? Rosa se esforzó como otras veces, por distinguir más allá, pero no pudo ver nada. Trato de tranquilizarlo, y con voz muy trémula Iván dijo: ¿Tú me crees verdad? Si te creo, aunque no pueda verlo como tú. El tomó la taza con el humeante mate cocido. Bebió un sorbo, para luego decirle: Sé que mañana lo verás y yo estaré en él. Sí, Iván si tú lo deseas yo también lo veré, y quizás podamos dar un paseo en ese tren maravilloso, pintado con arco iris y aves que lo manejan como dices tú. Como tornando los ojos Iván emitió estas palabras: Sé que me crees, Rosa. Sí, y niños como tú lo invadirán con su risa y lo borronearán con la tinta de la infancia. Mientras ella le hablaba Iván se había quedado dormido. Le hacia tanta falta el descanso, estaba tan débil. Lo tapó con su manta, de color rojo desgastado, le dio un beso en la frente y una extraña sensación la embargó, mientras se alejaba.
El día se fue desvaneciendo, el manto negro de la noche, cubrió de silencio el lugar, hasta que la claridad y el bullicio de la mañana lo apartaron. Rosa despertó con un gusto agridulce en su boca, bebió agua. Mariana su hija, entró como un torbellino y le comentó: ¡Mamá, Iván se fue, nos ha dejado! No, no puede ser. El vaso que ella sostenía en su mano derecha, se hizo trizas contra el suelo. Mariana insistió: ¡Sí, mamá, si lo hubieras visto, iba tan elegante y tan feliz!
Corrió hacia el sendero, todavía el rocío cubría el pasto y sus zapatos se humedecieron de ese llanto matinal. Estaba fresco. Su mirada estaba fija en un solo camino, el que Iván siempre le señalaba. Las horas fueron pasando y ocurrió, lo que esperaba, ocurrió, la ilusión que él le regaló se hizo realidad. Pudo verlo. El tren avanzaba hacia ella y al dar vuelta, en una de las ventanillas vio a Iván que apretaba su naricita contra el cristal, mientras le sonreía alegremente. Rosa se dijo a sí misma: Yo también soy feliz, si tú lo eres, sé que tu gran sueño se ha cumplido.
Exhaló un suspiro y comenzó a andar mientras unas lágrimas rebeldes, dibujaban el contorno de sus mejillas, para luego caer vencidas en el cuello de su vestido verde.