Eran las once. Hacía una noche fría. El banco seguía donde siempre, solitario, vigilando la estación. Una bruma espesa cubría las vías, y sólo el rumor del viento rompía el opresivo silencio. Apenas tras la niebla, se lograba vislumbrar la figura de una vieja locomotora carcomida por el paso de los años. Aunque aún se podían leer algunas de las desgastadas letras en uno de sus laterales. Elegante y antigua, parecía reinar en la soledad de lo que antaño había sido la última parada del tren, en un lugar ya olvidado y sólo visitado por el tiempo. Sobre los raíles nada se movía mas que los restos de carbonilla y algunos matorrales secos empujados por el viento.
Poco a poco la bruma se había ido desvaneciendo y un frío intenso y cortante fue apoderándose de la noche. Unas leves gotas se deslizaron sobre los cristales de la estación. Era el comienzo de una suave lluvia que no tardaría demasiado en dar paso a una estrepitosa tormenta. Avanzada la noche, en medio de la lluvia, el violento rugido de un trueno avisaba de la llegada de la media noche, y cuando el último relámpago estalló, una luz cegadora iluminó toda la terminal. Pero al desaparecer esta, ya nada era igual. La tétrica estación parecía haber retrocedido cien años atrás. Ahora estaba recién construida. Sobre los nuevos tablones, hombres y mujeres se paseaban inquietos esperando la llegada del "Expreso". En sus caras se reflejaba la impaciencia y algunos de ellos miraban constantemente sobre el antiguo banco. En el caos de la tormenta, de pronto a lo lejos, comenzó a escucharse el rumor de un convoy que se acercaba. El sonido del tren sobre las vías anunciaba la gran rapidez que parecía llevar, aunque a causa de la niebla no se podía ver. El escándalo aumentó, el tren se acercaba y no mermaba su velocidad. Entre los negros nubarrones un relámpago estalló y tras de sí, un trueno en el suelo. Todo quedó a oscuras, era media noche y sólo se escuchaba el tintineo de la lluvia. La vieja locomotora seguía durmiendo al otro lado de los raíles, corroída y oxidada, pero erguida con orgullo. Volvía a ser la misma tétrica estación, con el mismo banco solitario. Sobre él, un antiguo reloj roto marcaba las doce; y debajo, enredado entre sus patas una amarillenta hoja de periódico. Estaba fechado a ese día, pero noventa años atrás. En letras muy grandes, el titular principal decía:
DESCARRILA EL EXPRESO POR CAUSAS DESCONOCIDAS