Para finalizar la semana
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Comenzaba a llegar el final de aquella tarde, y las cosas empezaban a tornarse cuesta arriba para mí y el resto de las personas que laborábamos en aquella oficina. Yo estaba sentado en mi cubículo, entre una ruma de papeles y una computadora que lo único que hacía todo el día era arrojar datos y más datos. De pronto recordé que no podía salir temprano aquella tarde, de hecho ninguno de los que allí laborábamos podía. Ese día, viernes, al energúmeno del jefe de mi departamento se le antojó hacer un análisis de costos y un montón de cosas más, las cuales nos mantendrían ocupados unas 4 ó 5 horas después de las 6.00 de la tarde.
Mi mente tenía que trabajar rápido, no podía pasar todo ese tiempo allí, tiempo que además me haría perder la oportunidad de mi vida: había acordado salir con la mujer más bella de la oficina contigua a la mía. Poco sabía de aquella despampanante hembra, sólo que era administradora y trabajaba para una oficina que tenía algo que ver con puertos y barcos. Nuestra cita era el resultado de un osado atrevimiento que tuve en la fila del comedor del edificio, ese a donde todo el mundo va a almorzar. No era la primera vez que la veía, de hecho ya sabía cuáles eran sus gustos al comer y cuándo no estaba de ánimos para entablar una conversación o cruzar miradas furtivas con un desconocido.
Aquél mediodía era la oportunidad precisa. No había mucha gente en el comedor y a mí me tocó pararme —por alguna de esas causalidades del Destino— exactamente detrás de ella. No tenía nada que decir; mi encuentro con ella allí no estaba ensayado, ni siquiera sabía cuál excusa encontrar para poder entablar una conversación. De pronto… sucedió lo inesperado: ella volteó y me miró como quien se encuentra con alguien conocido. Yo traté de esquivar su mirada pero me fue imposible. Sólo bastaron dos segundos para que ella reconociera al muchacho que día a día la acompañaba a la distancia una o dos mesas más allá en aquel enorme comedor.
—¡Hola! —Dijo ella con una voz que parecía sacada de una película de Disney—. ¿Tú eres el chico de la oficina de al lado?
—Sí —balbuceé—. ¿Cómo estás?
—Ay, más o menos. Tengo un trabajo enorme en mi oficina que pareciera que me quiere comer.
Debía pensar rápido. La cola avanzaba y ella estaba hablando conmigo. De no tener un tema de conversación ella se aburriría en plena cola, dejándome abandonado con la bandeja en la mano y sentándose sola, como todo el tiempo.
—Siempre te he visto por aquí —reaccioné rápidamente—. Pero, no sabía si abordarte o no. Ni siquiera sé cómo te llamas.
—Betzabé. ¿Y tú?
—Francisco… ¿Hebreo?
—¿Tú?
—No, tu nombre. Betzabé es un nombre de origen hebreo.
—¿En serio? No lo sabía.
Ya había entablado una conversación. Mi triunfo comenzaba a tomar forma. Era el momento de ir más allá. Esa tarde compartimos un ameno almuerzo. Me enteré que era soltera y que llevaba tiempo sin novio, cosa que ella misma no sabía por qué. Entre charlas y comentarios logré cuadrar una cita para la noche siguiente (viernes, es decir, ¡hoy¡). Pero, aquí estoy, sentado y esperando que el viejo barrigón de mi jefe nos llame a todos para la sala de reuniones a sentarnos por horas, lap top, cuaderno y lápiz en mano para revisar sabrá Dios cuántas cuentas y resultados estadísticos para, a eso de las 10.00 p.m., decir: “muchachos hemos terminado”. Por momentos pensé en desmayarme sobre mi escritorio, para que luego me llevaran cargado algunos compañeros de trabajo hasta la enfermería. Allí, luego de fingir hasta que el doctor estuviese a punto de descubrirme, hacerme el pendejo y salir corriendo. Pero todo eso sólo iba y venía por mi mente; sabía que era imposible librarme de aquella situación.
De pronto recibo un mensaje de texto a mi celular: “Me voy a mi casa. Espero que pases por mí temprano, antes de las 8.00 p.m. No te tardes. Betzabé”. ¡Dios mío! La mujer de mis sueños espera por mí y yo aquí a punto de entrar a una cruzada numérica por la empresa. Estuve alrededor de 5 minutos sentado frente a mi computador con el celular en la mano, hasta que el llamado de la secretaria de mi jefe, Carla, me sacó de mi letargo.
—Muchachos, el jefe los espera.
Cerré y abrí mis ojos un par de veces, tenía que estar seguro que no era una pesadilla. Me levanté de la silla, tomé aire y caminé cual autómata hasta la sala de conferencia. Estaba a punto de llorar. Me senté en los primeros puestos vacíos que encontré en aquella enorme mesa ovalada. Frente a mí una lap top; desde allí le enviaríamos a mi jefe, quien siempre estaba sentado en la cabecera de la mesa, toda la información que requiriera al computador portátil que estaba con él. Pasé ambas manos por mi cabeza, exhalé aire por mi boca y pensé: “no te puedes ir, ya estás aquí. Quizá Betzabé pueda entender que llegaste tarde a la primera cita por cuestiones de trabajo y te perdone”. A menos que yo fuera Brat Pitt, aquellas palabras tenían sentido, pero para un tipo como yo eran simples ilusiones y patadas de ahogado. Estaba perdido. Jamás volvería a tener una oportunidad como esa. Me concentré en el teclado que tenía enfrente y decidí esperar. Quizá al viejo loco se le pasaba la idea de estar hasta tarde y nos despachaba antes de las 8.00… quizás. De repente, una ventana se abre en la pantalla del computador. Algo inusual; primera vez que la veía.
—“Hola”.
La ventana no tenía remitente. No sabía quién estaba escribiendo.
—“Te veo preocupado. ¿Te pasa algo?”
—“¿Quién eres?” —Escribí sin saber a quién le enviaba aquellas palabras.
—“Ja, ja, ja, ja…” —Fue la respuesta que recibí.
Supuse que era alguien en aquella mesa, pues la red estaba solamente conectada en aquella sala. Subí la mirada para ver a cada una de las personas que estaban allí. Todos estaban inmutados oyendo al jefe, el único que tecleaba y veía la computadora era yo.
—“De verdad te veo preocupado. Creo que necesitas un masaje anti-estrés.”
Me estaba volviendo loco, no sabía quién pudiera estar escribiendo sin usar las manos.
De pronto escuché lo que me pareció ser un sonido de dedos sobre un teclado. Provenía del fondo de la sala, cercano al puesto del jefe. Sólo logré ver unas manos que estaban escribiendo algo en su computador portátil. No supe reconocerlas, sólo se veía que eran de una mujer. Me incliné un poco más para verle la cara. ¿Quién podía estar allí sin que yo supiera? En aquella sala habíamos más de 30 personas. Por momentos, mi mente voló y comencé a recordar a todas las mujeres que trabajaban en aquella oficina, pero no daba con quién podría estar escribiéndome. Mis más cercanas amigas estaban sentadas cerca de mí, y yo podía verlas sin problemas. Estaba seguro que ninguna de ellas era la preocupada cibernauta. Eché mi asiento hacia atrás para poder ver mejor. Prudentemente corrí mi silla y pude ver el cabello de la mujer en cuestión. ¡Era rojo! ¡Dios mío, no puede ser! ¡La secretaria de mi jefe! ¿Carla? ¿Escribiéndome?
Creo que todos a mí alrededor se dieron cuenta de mi estupor y mi sobresalto. Intenté calmarme esbozando una leve sonrisa. Algunos me miraron como si estuviese loco. Pero no era para menos. Carla nunca me había tomado en cuenta, ¡para nada! Yo era una especie de cero a la izquierda para aquella mujer. Pero eso no era lo peor: Carla es una mujer que raya en lo sublime. Debe medir como 1,80 de estatura, tez blanca como la nieve, cabello rojo, piernas moldeadas por el mismísimo Miguel Ángel, un cuerpo de diosa del Olimpo y una cara criminal. Verla caminar por los pasillos de la oficina cargando pesadas carpetas era el “colirio” de todos los ojos masculinos de la oficina.
Tragué grueso y escribí.
—“Ya sé quién eres”.
—“Tardaste mucho en darte cuenta. ¿Te pasa algo?”
—“No. Quizá sea que estoy un poco estresado, nada más.”
—“Yo me quiero ir, pero no sé cómo hacer.”
Aquel deseo me parecía tan familiar. No sabía cómo usar la influencia de ella sobre el jefe para hacer que ambos saliéramos corriendo de aquella sala de reuniones; pero, me preguntaba: ¿cómo iba yo a pretender salir con la mujer de los ojos de mi patrón sin que éste se diera cuenta? Era una locura. Por los momentos me dediqué a seguir “chateando” con Carla, para no aburrirme. A medida que íbamos escribiendo las cosas se ponían más interesantes. Por momentos pensé que ella estaba jugando conmigo.
—“¿Serías capaz de fugarte conmigo de esta sala?” —me preguntó. Ya teníamos una hora escribe que escribe y aquella pregunta me pareció capciosa.
—“No sé. ¿Qué me propones?”
—“Yo me voy a parar a buscar café para todos. Tú te paras al baño y nos vemos afuera”.
La respiración se me paralizó. Sentí que se me nublaba la mente por lo descabellado de aquella idea, pero en el fondo podía ser viable.
—“OK” —Le escribí, con miedo.
Minutos más tarde se levantó de su silla y fue a dar a la puerta de la sala de reuniones. Allí se paró por un segundo y me vio a los ojos. Su mirada decía: “Sígueme”. Creo que el pulso me tembló. Quizá me reí sin sentido e hice una mueca con mi cara, pues el resto de mis compañeros, quienes habían visto aquel gesto de Carla, me miraron estupefactos. Dos minutos después me levanté. Aclarando mi garganta pedí permiso para ausentarme por un instante. Creo que mi jefe ni me oyó, simplemente siguió hablando y yo caminé hacia la puerta. Al salir, caminé sin rumbo. Esperaba conseguir a Carla cerca. No la vi por ningún lado. ¿Me habría tendido una trampa? Me quedé paralizado sólo de pensarlo. Intenté devolverme a la sala de reuniones, pero una mano me tomó por mi brazo. Era Carla, quien había salido de la oficina oscura que estaba al fondo del pasillo. Su cara me invitaba a la complicidad; me dijo que la acompañara, que viniera con ella que tenía algo que mostrarme.
Lo que a continuación les voy a relatar, quisiera yo que fuese parte de mi alocada imaginación, pero no es así. A partir de aquella noche no he vuelto a ser el mismo; quizá sea peor que antes era mejor… no lo sé. Lo que sí es cierto es que me siento un hombre renovado, afortunado y feliz.
Al llegar a la habitación que se utilizaba como cocina en la oficina, noté que no había café preparado ni indicios de que se tuviese la intención de hacerlo. Ella pasó y me pidió que entráramos, cerro la puerta a mis espaldas y me dijo:
—Pensé que íbamos a pasar una eternidad allí dentro.
Confieso ante ustedes que me quedé mudo y pasmado, los nervios me vencieron. No hallaba qué decir. De repente, ella comenzó a desabotonarse la blusa mientras me miraba con cara de pícara. Yo no sabía cómo reaccionar, mi cuerpo me pedía a gritos que la tocara, que la besara; pero me encontraba petrificado, tieso y sudando como un pingüino en África. Sus pechos quedaron al aire. No podía creer lo que mis ojos veían, su anatomía se presentaba frente a mí con todo su esplendor y su voz me pedía que le besara sus senos. Olvidé por completo de quién se trataba, de dónde estaba y de qué tenía que hacer en ese momento; simplemente me dedique a tocar con delicadeza aquél amenazante pezón rosado que apuntaba hacia mí. Un leve gemido salió de su garganta y yo introduje todo lo que pude de su seno izquierdo en mi boca. Mientras mi lengua hacía lo que la naturaleza mejor le había enseñado, mi mano derecha fue despojándola de lo que le quedaba de ropa. La chaqueta del uniforme cayó al piso junto con la blusa y el brasier; mi boca ensalivaba su pecho con ardor y sus gemidos iban subiendo de intensidad.
Busqué su boca con la mía. Su lengua penetró si piedad buscando mis amígdalas, mientras sus manos empujaban mi cabeza contra la de ella. Rápidamente me quité la camisa y ella apuró a que me quitara el pantalón. Se arrodilló frente a mí y con su carita de ángel pícaro me bajó el bóxer hasta los pies. Mi erecto miembro se posó frente a su cara mientras ella lo tomaba con ambas manos para introducirlo a su húmeda boca. No pude menos que llevar mi cabeza hacia atrás y dejar que ella experimentara con mi pene en su cavidad bucal. Lo que sentí jamás podría explicarlo con palabras, habría que sentirlo para poder entenderlo. Lo cierto es que fue descomunal, al punto que tuve que detenerla si no quería que mis soldados salieran a la batalla antes de ver al enemigo. La subí lentamente agarrada por sus manos. Ahora era yo quien se arrodillaba frente a ella. Metí las manos por debajo de su falda e intenté bajar su pantis, pero no encontré nada, andaba al aire libre. Simplemente subí la falda hasta dejar su vulva frente a mi cara. Depilada casi con precisión de cirujano, los labios menores aparecían entre aquel abultado y jugoso espacio de su cuerpo, deseoso de ser probado. Ella se ubicó mejor en aquel reducido espacio, posó su pierna derecha sobre uno de los bancos de la cocina y amplió la zona en donde posaría yo mi experimentada lengua. Su clítoris se inflamó de ipso facto, y su cavidad vaginal comenzó a emanar mayor cantidad de flujo. Ahora, sus gemidos eran cada vez más intensos y continuados. Decidí introducir par de dedos en su vagina, lo que ella agradeció con una suave caricia en mi cabello. La intensidad del movimiento de mi lengua y boca fue en aumento y las contracciones pelvianas de ella casi logran despojarme, sólo por instantes, de mi merecido premio. Me gritó ¡basta! Yo no obedecí y continué en mi afanosa tarea; ella no pudo menos que dejarme continuar y a los pocos segundos una explosión ocurrió dentro de ella, algo que no pudo controlar. Sus piernas temblaron y casi se cae al piso. El flujo, que en otrora salía de su vulva, era ahora más viscoso y copioso. Me pidió que la penetrara…
Así mismo, en la posición en la que se encontraba, introduje lentamente mi pene al que ya había ágilmente protegido en látex. Mordí sus carnosos labios al ver la cara de satisfacción que puso al sentirme dentro de ella, al mismo instante que mis impeles comenzaban su intenso movimiento. Su vagina apretaba con suavidad mi miembro y le otorgaban un agradable calor. La miré a los ojos y le dije:
—No te imaginas cuántas veces… deseé este momento.
—¿En serio? Nunca… noté tu fijación hacia… hacia mí, por el contrario… pensé que nunca me veías. Eso fue… lo que más me atrajo… de ti.
A pesar de lo concentrado que estaba en aquel momento, mi cerebro archivó aquellas palabras. Ahora, cuando lo recuerdo con más calma, me pregunto: ¿sería del todo cierto lo que quiso decir ella en ese instante? La verdad no lo sé y poco importa ahora, lo cierto es que esa noche jamás será borrada de mi mente. Jamás. Las posiciones cambiaron dos o tres veces más aquella noche. Sus nalgas quedaron vulnerables en una de esas posiciones y yo, sin premeditación alguna, las azoté con lujuria. Sus gemidos pasaron a ser más desgarradores e intensos; incluso llegué a pensar que nos escucharían en la sala de conferencias. Lo cierto es que no parábamos de poseernos el uno al otro, la pasión y la lujuria se habían apoderado de ambos. Cuando ya no pude sostener más el final, ella, agotada, se dejó caer sobre mí. Los dos, acostados en el piso, quedamos por varios minutos en silencio, sólo una pequeña risa de ella alborotó el apacible silencio que nos acompañaba.
—¿Qué te sucede? —pegunté con suspicacia.
—Nada —respondió—. Sólo que me da risa ahora que pienso en la locura que hicimos.
En cierta forma, y después de lo sucedido, más que risa, me daba pánico pensar que mi jefe, o cualquier otro curioso, hubiera podido irrumpir en aquel recinto. Ya más calmados, nos vestimos y salimos de la cocina. Ella fue directo al salón; yo, quizá por pudor, preferí ir al baño. (Cuando uno sabe que lo que hizo no está del todo bien cree que tiene la palabra “culpable” escrita en la frente.) Permanecí allí unos instantes, mientras me mojaba la cara y me refrescaba un poco. Como un rayo vino a mi mente Betzabé; la había olvidado por completo (y, ¿quién no?). Miré mi reloj: 7.55 p.m.; aún tenía chance de llegar a su casa, sólo que debía de salir corriendo de ese baño y llamarla, una vez en la calle. Salí como una bala del baño, por completo olvidé a Carla. Afuera estaban todos los compañeros de trabajo, incluido el jefe, hablando amenamente en el pasillo, tomando café y fumando. Algunos voltearon a verme, otros continuaron su tertulia. Yo simplemente me escurrí entre algunos; no sabía qué hacían afuera, si era porque ya habían terminado la reunión o porque estaban tomando un receso. Una vez en el ascensor del edificio, antes de cerrarse las puertas que me llevarían a la planta baja, vi a Carla, entre el bullicio de empleados, hablando, buscando algo, levantándose de puntas de pie para ver mejor: me buscaba a mí. No tuve tiempo de despedirme, otro deber me esperaba. Igual, a Carla la vería el lunes. Al llegar abajo, marqué el número de Betzabé.
—¿Aló? —Respondió con voz sonreída—. Te estoy esperando. ¿Qué te pasó?
—Mi vida, estoy saliendo de la oficina. En 20 minutos estoy allí. Espérame.
—No tengo a dónde ir y tú eres mi única cita de esta noche —bromeó—. Así que, ni queriendo te dejo embarcado.
Si era un sueño lo que me estaba pasando, imploraba a la Providencia que me dejara dormir una eternidad. Sólo tuve que tocar corneta y ella bajó desde el primer piso del edificio donde vivía. Al verla le dije que si me quería acompañar a mi apartamento, allí, mientras ella degustaba un buen vino tinto, aproveché de bañarme y quitarme el sudor de Carla —así como su olor— de todo mi cuerpo. Luego de mi aseo personal, salí a la sala y allí estaba ella, toda imponente, cautelosa, sobria y hermosa. La poca luz de aquella habitación propiciaba un ambiente inmejorable. Eran las 9.20 de la noche, ya la copa que había ingerido se encontraba en su torrente sanguíneo y la música, que como nunca antes había sabido escoger en mi vida, hicieron que ella pronunciara las más eróticas, excitantes y peligrosas palabras de toda la noche:
-¿Por qué no nos quedamos aquí esta noche? Este lugar me encanta.
Amigos, cuando estoy escribiendo estas líneas me imagino yo en ese momento y todavía me parece mentira. Pero, bueno, “a cada cochino le llega su sábado”.
No quería verme muy emocionado por su petición, pero creo que no pude evitarlo. Corrí al bar, busqué más vino y otra copa, llené la de ella y la mía; brindamos viéndonos a los ojos y las conversaciones salieron cual brisa matutina por mi boca. Hablé sin parar y ella igual. Reímos, bailamos y disfrutamos cada mililitro de las tres botellas de Merlot que había en mi bar. Al cabo de las horas estábamos acostados en la alfombra de la sala, yo sobre ella besándola si parar. Y ella, más desinhibida que al principio, correspondía con frenesí a mis profundos ósculos. La ropa salió de nuestros cuerpos como las hojas de los árboles en el otoño. Sin darnos cuenta estábamos desnudos, húmedos y libres en mi propia sala. Su cuerpo era una verdadera antorcha. Lamí, besé y mordí cada espacio de aquella esculpida figura, que ahora, al tenerla sólo para mí, se me antojaba más apetitosa. De la locura incontrolable del sexo con Carla, hacía pocas horas, pasé a un acto más sentido y disfrutado; combinando sabiamente el sexo con el amor. Instintivamente, me sentí en un estado bien especial. Sentía que a aquella mujer la conocía de toda mi vida, éramos el uno para el otro. Durante aquella noche las cosas se volvieron serias entre aquella hermosa mujer y yo. Creo que me enamoré.
Al despertar en la mañana, a eso de las 11.00, luego de una noche fogosa y de derroche de pasión, ella me dio un beso de buenos días. Se levantó y fue directo al baño; mientras, yo me estiraba sobre la cama y pensaba en todo lo que me había sucedido en las últimas horas. Cuando me disponía a levantarme y poner mis pies en el piso de mi cuarto, sonó el timbre de la puerta del apartamento. No me imaginaba quién podría ser, quizá mi vecino para preguntarme si veríamos el juego de la tarde en mi apartamento o en el suyo. Al abrir la puerta, mis ojos no daban crédito a lo que veían: Carla, en cuerpo y alma, estaba parada frente a mí con una sonrisa de oreja a oreja y una enorme caja de pizzas en sus manos, ataviada con un pantalón de gimnasia y un pequeño top que dejaba al descubierto su bien definido abdomen. Yo, desprovisto de argumentos para ese momento, semidesnudo y con ganas de que la Tierra me tragara, sólo solté un tímido “hola”. Ella me abrazó como pudo y me dio un beso en la boca que yo no pude corresponder. Intenté detenerla pero entró como un bólido rumbo a la sala. Encontró todo regado, no obstante, creo que no vio la ropa de Betzabé que estaba regada por todas partes.
—¿Cómo llegaste aquí? —Pregunté con urgencia.
—¿Crees que se me haría difícil buscar tu hoja de vida y ver la dirección de tu casa?
Claro, el miedo de ese momento me había dejado sin raciocinio. Lo importante ahora era buscar la forma de que ni Carla ni Betzabé se vieran allí en mi casa. Pensé rápido y le pedí a Carla que me acompañara a la cocina. Inmediatamente me hice de todas las cosas que había traído y las llevé a la cocina. Le dije que me esperara allí que me iba a arreglar. Cuando intentaba huir de la cocina, rumbo a mi habitación para distraer a Betzabé, ella estaba entrando a la cocina.
—¿Quién era? —Preguntó al verme, mientras peinaba su húmedo cabello—. Escuché que tocaban el timbre de la puerta.
Al ver a Carla a mis espaldas Betzabé frunció el seño. Se quedó callada por un momento, yo no quería ni voltear a verle la cara a Carla. Tragué grueso y cerré los ojos. De pronto, un comentario me sacó de mi espasmo.
—¡Hola, mi amor! —Dijo Betzabé con un entusiasmo que me paralizó más de lo que ya estaba—. Nunca pensé encontrarte por aquí.
Lo que a continuación sucedió estará inscrito entre las cosas más increíbles que un ser humano pudiera vivir. Ambas se abrazaron y se besaron… ¡En la boca! Carla tomó de ambas manos a Betzabé y entablaron una íntima conversación en la que olvidaron por completo mi presencia. Eso duró un par de minutos. Mi mutismo era ensordecedor. No creía lo que veía. Al notar que no estaban solas allí, me miraron con complicidad y se acercaron a donde estaba este inocuo mortal.
—Sabemos que te ha de parecer extraño que ambas nos conociéramos —dijo Carla—. Y más aún que te enteres que somos amantes. Pero así es la vida. Ella y yo tenemos más de un año viéndonos, aunque no hemos formalizado nada, pues a ambas también nos gustan los hombres, como lo habrás podido corroborar por ti mismo.
Yo, simplemente, afirmé con un leve movimiento de mi cabeza.
—Pero no te intimides —irrumpió Betzabé—. Por el contrario, podríamos compartir los tres una excitante relación. ¿No te parece?
Queridos lectores, ¿qué creen ustedes que pude haber contestado yo en ese momento? Dos mujeres, una más bella que la otra, estaban abrazadas, paradas frente a mí y proponiéndome que hiciéramos una de las fantasías más deseadas y anheladas por hombre alguno y, para colmo, por tiempo indefinido. Lo que continuó ese sábado y todo el domingo es algo que se perdería de dimensiones si lo relatara en estas líneas. Lo que sí es cierto es que hoy lunes, cuando estoy sentado en mi lugar de trabajo, y después del mejor fin de semana de mi vida, veo a mi alrededor y observo a un grupo de autómatas, simples mortales que no se imaginan que este cabizbajo, tímido y poco atractivo hombre pasó un fin de semana espectacular con las dos hembras más despampanantes que hayan podido ver. Y pensar que esto es apenas el principio de una larga fantasía de la que nunca quisiera despertar...