En el día que fue ayer volví a encontrarme, tras largas veladas de descanso, dormitando yo entre las hojas del olvido, suspirando quizás por un futuro no tan amargo, a un amigo. A la vuelta de una esquina de la calle, después de haber, desde antes decidido, que aquel sería el camino; tras recorrer de las distancias una de ellas: la que comienza en mi pequeña casa de un primero escondido, hasta el lugar de reunión con los que después nunca pudieron encontrarme.
Y fue entonces, al acabar un breve tramo de escalera que subía, hacia abajo observé que me llegaba, vestido en la forma de uno que quiso decir así a mi memoria que lo conocía de hace tiempo, un conocido. En verdad era el que me encontré, el que bajaba: un viejo amigo.
No puedo, por más que intente, describirlo todo lo bien que ustedes merecen, creo, a mi parecer. Y todo lo que diga de aquí en adelante sobre este sujeto, dudo que pueda alcanzar tal grado de verdad y sintonía con el sentimiento, no ajeno a ustedes, supongo, que éste que escribe experimentó el día fatal de aquel encuentro en la escalera que sirve de escenario a mi relato. Una agonía tremenda que palpitaba, y que sucumbía a cualquier intento anterior que hubiera propuesto sin duda, si ese hecho fuera llevado a mi conocimiento, antes de subir aquella escalera. Algún procedimiento en verdad consecuente. Pues si así fuera, lo hubiera de algún modo advertido de antemano, que ese amigo así encontrado, volvería a mí en la forma de un saludo, en medio de aquel lugar de todos los días. Que ya en su momento creí no volver a encontrarlo, y ahora se sucede, otra vez, sin descanso, delante de mis ojos y mis manos. ¿Podría conducir mi pensamiento, elaborar un plan de esos, que atajara el encuentro, que durmiera los sentimientos que evoca ese amigo?.
Me es imposible, no puedo. Se hace cada vez más pesado el contemplar cómo cada ser del mundo, cada objeto e incluso cada una de las ideas que pueblan entremedias, hacen y conducen referencias continuas a ese amigo que me encontré subiendo las escaleras.
Me saludó abiertamente, con una mano extendida hacia mi, que subía. Y, en fin, sorprendido, acudí al encuentro con una ligera sonrisa, que ocultaba, es supuesto y lo digo ahora: un tremendo sentimiento que ahora descubro es desconfianza, pues entonces, en aquel momento, no supe ponerle apropiado un nombre. Un sentimiento que no me otorgué entonces y que ahora duele profundamente muy debajo, en mi alma, de reconocer como verdadero y cierto.
Mis apuntes y proyectos, mis ideas, mis sentimientos, todo lo que yo era y pretendía ser, mis sueños e ilusiones, los empeñé entonces hacia mi mano izquierda, sosteníendolos como pude. Para que así su compañera la derecha, libre por fin y con un gesto de todos seguro conocido, fuera al encuentro de aquella participación tan abierta y tan familiar, de un amigo. Casi como hacia el encuentro de mis ilusiones y de mis deseos, personificados así en medio de esa escalera.
Pero entonces, y solo a causa de la comitiva que esa única persona y amigo representaba, al estrechar su mano que nunca dormía, me di cuenta, tras el encuentro, de una cercanía que me ahogaba, de un tacto que deseaba acabara cuanto antes, y que se borrara después de mi memoria y mis recuerdos. Sentí al saludarlo la sacudida de todos mis padres, y de cada uno de ellos, como la sombra constante que anuncia la venida de un juicio no deseado. Y aunque el apretón consiguió, sin duda, dominar mi mano, había sido fuerte y decidido, deseaba desde entonces y por siempre, desprenderme de ese saludo gigantesco. No sentí de forma clara, de mis manos la que había quedado manca, y en ese breve instante, solo podía, con la otra liberada, sostener todo lo que no quería que él viera o acertara e incluso pudiera adivinar.
En ese momento, me di cuenta de que en un estado así, no podía escribir, no podía pintar o deducir. No podía aplaudir o abofetear incluso. No podía por más que lo intentara señalar ni decidir.
Acabado por fín aquel encuentro, desprendido de mi mano mi amigo, que bajaba más de las escaleras, y advirtiendo la derecha de nuevo sin nada, presté atención a reunir de nuevo mis ideas y sentimientos, mis papeles y proyectos. Todo lo que yo era y pretendía ser, mis sueños, mis secretos y bondades. Todo aquello que en mi mano izquierda había hasta entonces sostenido casi sin darme cuenta. Pero el nuevo tacto que ahora se encontraban había cambiado. Porque yo no había renunciado a sus invitaciones, las de mi amigo, que se prestó a realizar en la parte que no he narrado. Invitaciones, comidas y cenas, fiestas, reuniones y multitud de encuentros, a un sinfín de lugares repletos de un sinfín como él, a quienes saludaría un sinnúmero de veces, todas iguales, todas conllevando en sí la misma cantidad de sentimientos, sensaciones, pensamientos y decisiones.
El saludo de mi amigo sonaba todavía en mi mano, y un temblor cuyo origen no acertaba a descifrar me impidó sostener lo que yo quería, para poder seguir y subir, por esa escalera. Se me cayeron precitipitadamente montones de diagramas, de esquemas y dibujos. Textos y soluciones proyectadas, adornaron así el escalón en el que estaba, el siguiente también y varios por debajo. De mi izquierda se resbaló lo que al final pude atribuir como mío. Y desde donde yo estaba contemplé cómo lo que había hasta entonces llevado, formaba dibujos sin sentido y se movían todavía más, hacia abajo en la escalera. Llevaba frutas y alimentos, que cayeron hasta no sé qué escalón por debajo de donde estaba. Hasta allí había conducido a un sinmúmero de objetos, que entonces vi pertenecían de algún modo a esa escalera que me miraba.
Y escuché más abajo, el sonido rítmico y dinámico de los pasos de mi amigo, que bajaba sin dudarlo, escalón tras escalón, hacia el encuentro de no sé cuántos como yo. Sin duda, un millar o más de saludos y de invitaciones. Y otros como yo tendrían que liberar una de sus manos para ese saludo, inexplicablemente todos sin excepción trataban de hacerlo y mostrarse educados con él. Su expresión y sonrisa sin duda llevaban al que subía, a precipitar todos sus gestos en dirección a aquel fatal apretón de manos, hacia esa conquista y esa agonía.
Y no pude subir ni bajar. Cualquier paso que yo tratara de iniciar, no podía evitar que fuera acompañado, como en un dúo inaguantable, de los lejanos de mi amigo, más débiles, pero insistentes, e inevitables. En varias ocasiones intenté subir sin llevar nada conmigo. Pero el eco que mi amigo sin saberlo generaba, y el sonido de los que eran mis pasos al subir, se convirtió en un murmullo difícil de soportar, que me impedía cualquier movimiento en aquel tan deseado caminar hacia arriba. Sencillamente, no podía. En aquel escalón me quedé quieto. Y de abajo solo recibía la impresión de que todo lo que quedaba alrededor, no era ya mío, todo lo que escalones detrás de mí permanecían esparcidos en niveles distintos, dispuestos para no sé quién que subiera.... Y pensé al momento: “al menos eso, espero que de abajo venga, de un momento a otro, alguien que en su caridad descubra la necesidad de recoger todo aquello para subirlo en vez de mí y mis intentos”. Porque yo, sencillamente, no podía.
Así sentado y escuchando a lo lejos los pasos de mi amigo; no sintiendo más el calor del inevitable apretón al que me vi llevado..., estaba cansado. En esta posición en que me había quedado, cerré despacio los ojos para no ver lo que delante de mí se ofrecía, y opté por alejarme de la escalera hacia un sueño, dormitando, apoyando mi cabeza contra el borde del pasamanos. Y así, evitando luchar contra los sentimientos que en tan breve espacio habían dominado mi corazón, me quedé no sé por cuanto tiempo, resignado, hasta que el descanso condujo sin remedio y sin que yo pudiera evitarlo, a un llanto. Un lamento profundo y doloroso que se escuchó en toda la escalera.