Cruzó con sigilo el pasillo desierto, ¡desierto!, alcanzó la salida y contra la claridad de la luna estaba el cerco, indiferente, como si no importara que fuera cerco.
Fue fácil escalarlo y saltar al otro lado.
El violento encuentro de sus pies descalzos con el asfalto húmedo y frío heló su cuerpo entero.
Quiso doblarse para presionar todos sus dedos en alguna parte de su cuerpo aún tibio y dejarse llevar por los sueños de niñez que le evocaba el olor a tierra mojada, pero el chirrido de frenos en la carretera le recordó que no había tiempo para hibernar.
Y corrió, corrió por mucho tiempo.
Sentía que un hueso nuevo y de hielo se había instalado en la planta de sus pies y cada tranco era un padecimiento desconocido, pero continuó la carrera.
Había que poner distancias, muchas distancias entre su libertad y los gritos, los silencios, los apremios, las obligaciones, las recriminaciones, las incomprensiones, las injusticias, los castigos, las indiferencias, las desesperanzas, el cansancio.
El tiempo era propicio.
La oportunidad no se repetiría.
Entonces dijo a su amiga, esa amiga obligada, de la que había creído, por fin, desprenderse: __ “Puedes venir conmigo, pero debes prometer que estarás junto a mi, completamente. No quiero que camines delante ni atrás de mi, ni que te agrandes, ni que te encojas, no importa de donde venga la luz”__
Ella asintió.
Y allí, entre el día y la noche, entre el frío y la tibieza, entre el pasado y el futuro, permanecieron juntas hasta que, en su presencia, el tiempo las borró.
Entonces, con cierta angustia, comprobó que la transmigración no era dogma.