Las madrugadas lluviosas, ahora que estaba solo, se despertaba tarde. Los pájaros no cantaban cuando llovía y ese canto era lo único capaz de provocar su gastado despertador interior. Entonces recordó que en el galpón chico, dentro de una desvencijada maleta de cartón estaba su vieja caja de música, el único recuerdo que le quedaba de su niñez, ya sin melodías. Una mañana decidió dejarla en el montecito de higueras, como al descuido y abierta de par en par, donde se reunían los pájaros a picotear las brevas y cantar ruidosamente. Y allí quedó varias semanas. Ya casi la había olvidado cuando una tarde la vió y la trajo para las casas luego de cerrarla cuidadosamente. Al otro día no llovió de madrugada pero José se levantó tarde, más tarde que nunca, alto el sol. Al salir al patio unos horneros silenciosos volaron raudos; una calandria lo miró inquisidora y se alejó subiéndose a un poste. Pájaros había, pero no cantaban. Volvió a su cuarto, se sentó en el catre y tomó la caja con las dos manos. La miró largo rato, luego la abrió y sonrío satisfecho. Ya no se levantaría tarde los días de lluvia.