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La batalla de Veringen-Inhalt

Por el camino de gris serpiente, bajo las nubes amenazadoras y el humo de aquel mal sueño, el camión avanzaba hacia el edificio en ruinas. Entre la niebla y el humo, éste aparecía demacrado, mutilado por los azotes de aquellos terribles tanques que ahora, ocultos en el misterio, se preparaban para un nuevo ataque.
El camión llegó traqueteando hasta un pelotón bien formado que aguardaba bajo la imponente sombra de aquella pared infestada de boquetes.
Después de detenerse, los soldados que iban a bordo echaron sus relucientes botas de cuartel al fango y la grava de la ciudad en ruinas, y el hombre de mayor rango, un sargento mayor de aspecto vivaz y determinado, hizo las presentaciones.

- Hay una línea de artilleros con rifles y ametralladoras de ahí a ahí- informó otro oficial, señalando con la mano las sombrías ruinas que se alzaban al otro lado de la plaza- Además hay un par de artificieros en los flancos, y no descartamos posibles francotiradores.
Después miró al cielo, angustiado.
- Pero lo peor de todo es que en cualquier momento puede producirse el siguiente bombardeo.

El sargento mayor miró a sus hombres y luego al oficial.

- ¿Qué sugiere, señor?.

- Atacar, qué otra cosa podemos hacer. Saldremos todos juntos, separados de tal forma que abarquemos todo el ancho de la plaza, procurando cubrirnos los unos a los otros, y entretanto, habrá dos morteros cerca para cubrirnos.

El sargento asintió con la cabeza y se unió a sus hombres. Formado ya el contingente, el oficial observó el otro lado de la plaza. Podía ver los cascos de los alemanes, inmóviles sobre los montones de escombros, y junto a ellos, un reguero de rifles y varias ametralladoras relucientes, esperando a que aparecieran para acribillarlos como a viejas latas de conserva.

- ¡Por su Majestad y por Inglaterra!- exclamó, vuelto hacia el grupo. Los soldados repitieron la consigna, más alto y más enérgicamente que la primera vez.

- ¡Demos a esos cerdos nazis lo que están pidiendo a voces!
¡¡Al ataque!!.

Envueltos en un ensordecedor alarido de furia, los dieciocho soldados, incluido el oficial de alto rango, salieron de su escondite y emprendieron una frenética carrera hacia el enemigo. En un abrir y cerrar de ojos, una tormenta de balas y metralla se desató en aquella pequeña plaza, la única que iba a salir impune de aquel choque brutal.

- ¡Me han dado!- gritó uno, agarrando con fuerza su pierna derecha, de la cual salía la sangre a borbotones.
Y con él, vinieron más. Parecía que les habían dejado solos delante de aquel pelotón de fusilamiento, pero momentos después se produjo la primera explosión de los morteros. Con un poco de suerte lo conseguirían.
Los alemanes, escondidos tras la fila de piedras y herrumbre, se replegaron para evitar una nueva sorpresa.

Los soldados continuaban avanzando, sobre el agrietado y sangriento suelo de la plaza. Aún quedaban varias decenas de metros para alcanzar el otro lado, y en aquella guerra, eso era todo un mundo. Un silbido estridente atravesó el aire sobre sus cabezas y segundos después otra explosión azotó el escondrijo alemán.
Mientras una misma frase de dolor y furia se repetía como el eco tras las piedras, las armas que descansaban sobre éstas endurecieron la defensa.
De pronto, un sonido de aviones llegó a sus oídos, y antes de que les diera tiempo a mirar, el cielo se llenó de cazas.

- ¡El bombardeo, el bombardeo!- gritó el oficial, intentando localizar con la vista a todos sus hombres.
- ¡A los flancos, rápido, moveos, moveos!!.

Las bombas comenzaron a caer entre los soldados, desperdigando su mortal metralla y su humo cegador por todos los rincones de la plaza. Corriendo con todas sus fuerzas, lograron refugiarse en los edificios que se alzaban a los lados. Pero sabían que no estaban a salvo, pues los stukas volverían a pasar. Mientras tanto, uno de los morteros volvió a hacer blanco en la línea alemana.
El tormentoso y metálico ruido de los stukas se coló por entre las deformadas ventanas de los edificios, anunciando que una nueva hornada de bombas estaba a punto de caer sobre ellos. Pero, en lugar de escuchar el silbido de las lágrimas de la Muerte, oyeron lejanas ametralladoras, ametralladoras de aviones.
¿Era la RAF?...

Asomados a las ventanas, los trece soldados que quedaban otearon el nublado cielo, en busca de los supuestos refuerzos alados. Entonces los vieron: eran seis cazas, y estaban imponiéndose al enemigo.
Alentados por este repentino cambio de la situación, salieron de los edificios y reanudaron el ataque aprovechando que otro impacto de mortero, el cuarto, acababa de azotar a los alemanes. Sin embargo, y a pesar de que éstos ya habían sufrido unas cuantas bajas, se volvió a repetir lo de antes. Y ya no tenían ni tantas fuerzas ni tanta determinación como al principio.
Continuaron avanzando, ya les faltaban unos míseros metros para poder ver la cara de odio o miedo de los soldados que se apostaban tras las rocas, pero cada vez eran menos, y la munición empezaba a escasear.

- ¡Los aviones nos apoyan, los aviones nos apoyan!- exclamó uno cuando de repente dos cazas se alejaron de la casi extinta batalla aérea para sobrevolar la maldita barricada.
Los dos aparatos abrieron fuego con sus ametralladoras contra los cada vez más desconcertados alemanes, y luego al pasar por encima de ellos dejaron caer sendas bombas. Con un estruendo terrible, el fuego purificador de los proyectiles recorrió como una lengua voraz todos los rincones de la posición enemiga, haciendo salir de su escondite a todos los soldados, que fueron abatidos antes de que pudieran huir.
Cuando el último de los nazis fue tiroteado, los ingleses llegaron a la barricada, y la tomaron. Ahora sólo tenían que llegar hasta el puente que había al otro lado de los edificios, inutilizar los dos panzer que merodeaban la zona y poco después todo estaría listo para que los destacamentos que aguardaban en las afueras pudiesen entrar en la ciudad.
Estaban en estos pensamientos cuando de repente, un objeto verde y alargado cayó junto a ellos. Apenas les dio tiempo a mirar qué era, una fuerte explosión sacudió las ruinas.
Tanta emoción les había hecho olvidar que aún quedaban dos alemanes, y no precisamente con piedras...

Furiosos, peinaron el lugar en busca de los granaderos, y cuando los hallaron, escondidos en sendos socavones, los acribillaron, pero antes de morir uno de ellos volvió a robar más vidas con uno de sus macabros juguetes.
Los soldados, seis en total, se apenaron profundamente por aquellas bajas que podían haberse evitado, pero en fin, ya no podían hacer nada, tan sólo ganar aquella batalla, pues si no lo hacían, la muerte de aquellos hombres y la de todos los demás habría sido en vano.
Resueltos a dar el último paso hacia la victoria, se adentraron por la estrecha calle que había junto a ellos y poco después salieron al río, sobre el cual se extendía magnífico un puente medieval.

- Los panzer están parados- comentó el sargento mayor, señalando los dos imponentes blindados que descansaban al otro lado del río, junto a la barandilla. El otro oficial había muerto en el segundo ataque, así que ahora él estaba al mando de la unidad.
- Y sólo hay varios SS y unos pocos soldados protegiendo el puente. Esperaremos el ataque de los aviones para cruzarlo.

Tumbados sobre el frío y neblinoso suelo de aquella calle, los soldados aguardaron a que los cazas atacaran, pero éstos no daban señales de vida. Al final, cuando estaban a punto de lanzarse al ataque, aparecieron por fin.
Los nazis, al verlas, corrieron a los tanques o a los dos puestos de ametralladora que había a ambos lados del paseo.
Aprovechando este momento de desconcierto, los regulares echaron a correr hacia el puente y cuando llegaron a él, antes de que les diera tiempo a los alemanes a reaccionar, abrieron fuego a diestro y siniestro. La mayoría de los SS, que corrían a las ametralladoras, y los otros, que intentaban refugiarse en los blindados, fueron abatidos, y los pocos que quedaron fueron aniquilados después por el incesante fuego aéreo. Sin embargo, algunos soldados lograron entrar en uno de los tanques y mientras el otro, vacío por desgracia, era arrasado por una bomba, comenzaron a disparar inmisericordemente contra los aviones.

- ¡Tenemos que destruir ese maldito cacharro!- gritó el sargento mayor, haciendo un gesto a sus hombres para que lo siguieran.

Mientras las explosiones se sucedían sin cesar sobre sus cabezas, corrieron hasta el tanque y evitando su mortífero cañón, treparon hasta la cubierta y abrieron la escotilla. Entonces dos soldados metieron sus armas por el oscuro agujero y abrieron fuego. Ya no quedaba ningún alemán con vida, aquella batalla había terminado.

- ¡Victoria!- exclamaron al unísono, con las armas alzadas, entretanto los cazas se alejaban.

Luego se bajaron del tanque y se desperdigaron ociosos por las dos riberas del río. Pocos minutos después aparecieron, a lo lejos, los primeros blindados británicos, seguidos por varios todoterrenos y camiones de medicinas.
Aquella ciudad había dejado de sufrir el yugo nazi, y dentro de poco le seguiría otra, y otra,....., hasta la victoria final.
Datos del Cuento
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