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Amores truncados (5)

- III -

Pedro de Goizabal Lavid, procedía de una familia de vascos, aunque él nació en Barcelona. Sus padres, cuando la guerra civil española, tuvieron que huir de Irún y se refugiaron en Cataluña. Su padre, junto con un grupo de paisanos suyos, prestó el servicio militar en una batería de costa que estaba emplazada en Puig Clapé, muy cerca de Port Bou, aunque él solía estar habitualmente en las oficinas del cuerpo de mando, en el faro de Llansá. Explicaba su progenitor que pasó una guerra muy tranquila, pues el jefe de la batería le distinguió con su amistad y, salvo en una ocasión que el acorazado Canarias disparó algunas andanadas muy cerca del puesto de mando, pero sin causar ningún daño, nunca sufrieron ataque bélico.
Durante ese periodo, la madre de Pedro estuvo empleada en el gobierno vasco, cuya sede provisional estaba en el Paseo de Gracia. Después de la guerra ambos refugiados se reencontraron en una escuela pública de Badalona ejerciendo de maestros. Tardaron algunos años en contraer matrimonio, del cual, además de Pedro, tuvieron otros dos hijos, mayores que éste, Begoña, que al alcanzar la mayor edad ingresó de monja en las Esclavas, y Gabriel, que, después de obtener la licenciatura en derecho, por oposición pasó a formar parte del cuerpo técnico de Hacienda.
Aunque por nacimiento Pedro era catalán, su espíritu y carácter estaba impregnado de las mejores esencias de la raza vasca. Formal, noble, dotado de una ironía fina sin malicia, era fiel a la amistad, que dispensaba con mesura, no obstante mostrarse con todo el mundo educado y afable.
Mientras estudiaba la carrera de aparejador de obras, para hacer prácticas entró a trabajar sin sueldo en la empresa Construc, S. A., a la que pasó a ser de plantilla tan pronto obtuvo el título.
Pedro sentía por Lorenzo una predilección especial. Admiraba sus cualidades de seriedad e inteligencia, pero sobre todo le atraía de él aquel halo infantil que emanaba de su persona al tratarle con intimidad.
Encaramado en lo alto del andamio, Pedro estudiaba con el capataz la forma de izar la jácena principal para situarla en los soportes a la que debía ser fijada. El timbre del teléfono móvil vino a interrumpir su trabajo. A través del hilo telefónico escuchó una voz que le decía:
--Don Pedro, soy yo, Cosme, el conserje. Dice don Lorenzo si puede usted venir a la oficina, que precisa hablar con usted.
--Cosme, diga a don Lorenzo que voy enseguida. Dentro de media hora estoy ahí.
--Así se lo diré. Buenas tardes, don Pedro.
--Adiós, Cosme, hasta luego.
Pedro se dirigió al capataz para indicarle que le reclamaban de la oficina principal y que dejaba en sus manos la labor que estaban realizando. Se despidieron y descendió a la planta donde tenía estacionado el coche.
Por la calle de Roger de Flor hasta Diagonal y al llegar a Balmes descendiendo por esta vía hasta Provenza, Pedro llegó a las Oficinas Construc, S.A., aparcando el vehículo en el parking de la empresa.
Se había adelantado al tiempo previsto, y al entrar en el despacho de Lorenzo, lo encontró enfrascado con el ordenador, elaborando con el programa AutoCAD planos de unas naves industriales.
--Me vienes al pelo -le dijo Lorenzo, después de saludarse.- Tengo que acabar estos planos esta noche. Precisamente te he llamado para decirte que mañana vamos a Zaragoza, para ver sobre el terreno del polígono industrial de Cogullada el emplazamiento de las naves. Es el asunto que ya conoces. Ahora estoy trabajando en ello y si quieres prestarme una ayuda con el otro ordenador, me vendrá de perillas.
--Con mucho gusto le contesta Pedro--. Ya sabes que estoy a tu entera disposición. ¿Qué tengo que hacer?
Lorenzo le da unos datos a Pedro y le explica el contenido del proyecto que debe perfilar con el ordenador.
Intrigado, Pedro indagó de Lorenzo:
--¿Cómo, tanta prisa?
--El señor Montañá, me ha dicho que le han llamado de Zaragoza, interesando estuviéramos mañana a las cinco de la tarde, para una entrevista. Al parecer, el alemán, que como socio forma parte del negocio, les ha puesto un ultimátum. Y como lo de la calle de Almogávares está bien encarrilado, he pensado que era mejor me acompañaras, por si hay que realizar algún trabajo preliminar. ?Le aclaró Lorenzo.
Ambos se pusieron a trabajar, sin que en lo sucesivo volvieran a intercambiar ninguna frase.
Eran más de las dos de la madrugada, cuando Pedro dejó el ordenador y puso en acción la Stylus 1500, para imprimir todo lo actuado. Victorioso, exclamó:
--Bueno, yo ya he terminado. ¿Tú como lo tienes?
--Yo soy más lento que tú en el manejo de este 'bicho', pero no creo que tarde más de diez minutos en acabar?contestó Pedro.
--De acuerdo. Mientras tanto prepararé lo que debemos llevar a Zaragoza.
Faltaban escasos minutos para las tres de la madrugada, cuando ambos se dirigieron al parking, en el sótano del edificio. En el ascensor, Pedro preguntó:
--¿Has traído coche? Porqué si no, te acompaño.
--Me harás un favor, porque a esta hora es difícil encontrar un taxis?Contestó Lorenzo.
Ya instalados en el coche, Lorenzo le indicó a Pedro la conveniencia de salir para Zaragoza a las once y media, y así tendrían tiempo de descansar esa noche, y sobre las dos de comer en Lérida. Bastaba llegasen a destino a las cinco, ya que con los clientes estaban citados a esa hora.
Cuando enfilaban la calle de Aribau, Lorenzo no pudo contener las ganas de comentar con Pedro lo que absorbía su pensamiento.
--¿Te extrañará, si te digo, que me he puesto en relaciones con una estudiante?.
--Hombre, como extrañarme, extrañarme, no, pues ya tienes edad para ello, aunque se trate de una estudiante. Pero, no deja de picarme la curiosidad por saber quién ha podido romper esa coraza de hielo en la que te escudas. ?Contestó Pedro, un tanto emocionado por la prueba de confianza que Lorenzo le dispensaba y no menos curioso por saber que tipo de mujer había podido romper la misoginia que parecía padecer su jefe.
--Se llama Helena, tiene veintitrés años y estudia Biología.
--Bien está. Pero de cara y de tipo como es. -Le instigó Pedro a confesar.
--La verdad es que es muy guapa. Es casi tan alta como yo. Pero esos detalles no han influido en gran manera para el interés que ha sabido despertarme. Lo que me ha seducido, es su simpatía y también su inteligencia. Cuenta las cosas con acento tan cálido, que parece, cuando te habla, que eres tú el único mortal sobre la tierra.
--Vaya, veo que te ha flechado bien -concretó Pedro convencido.
--Tampoco es tanto -replicó Lorenzo, un tanto a la defensiva.- Considera que sólo nos hemos visto en tres ocasiones.
--Sí, pero por lo que veo es amor a primera vista -machacó Pedro impertérrito.
--Yo no lo calificaría de amor, sino más bien de simpatía. La palabra amor no sé lo que significa, pues nunca he sentido los síntomas que del mismo he oído ponderar. Y te aseguro que no me disgustaría llegar a sentirlos, si como se dice son la quintaesencia del placer humano.
A este extremo de la conversación, el coche llegó a la calle Bisbe Sivilla, donde Lorenzo vivía. Ambos se despidieron, continuando Pedro hasta su casa en la esquina de Vía Augusta con la calle de Aribau
(Continuará)
Datos del Cuento
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1877
  • Fecha: 31-03-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.98
  • Votos: 50
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5470
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