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Amores truncados (2)

- II -

Era una mañana clara. Como tantas otras mañanas que dotan a Barcelona de ese encanto climático que hace a sus moradores deambular por las calles e, inconscientemente, dirigir sus pasos hacia las Ramblas, uno de los paseos más hermosos y atractivos del mundo, dicho sea sin ánimo de hiperbolizar. Prescindiendo de lo grato de su temperatura en cualquier estación del año y del aroma de los puestos de flores, en ella puedes encontrar: el libro y la prensa mundial que acompaña tus soledades y te informa de las noticias; la flor que instiga al regalo; pájaros y pequeños animales que alegran el paseo con sus trinos o despiertan la curiosidad por su exotismo. A todo lo largo de su recorrido: estatuas vivientes; músicas ambulantes; danzantes; retratistas del minuto, o pintores embebidos en el arte de plasmar sobre un lienzo retazos de ese hervidero de gentes variopintas y edificios decimonónicos, o plasmar sobre el suelo reproducciones de cuadros famosos. Difícil será que entre el abigarrado conjunto de paseantes no descubras al personaje célebre. Ningún visitante distinguido que pase por la ciudad se privará de concurrir a este paseo. Como tampoco omitirá contemplar la Pedrera, en el Paseo de Gracia, o el templo de la Sagrada Familia, obras emblemáticas de Gaudí.
Lorenzo y Helena llevaban casi tres meses de relaciones. Bien mirado, no sabían a ciencia cierta en que consistía esa relación que los unía. Helena se limitaba a decir que eran amigos, mientras Lorenzo lo calificaba de relación en la acepción de novios o prometidos, imbuido por la educación austera que sus padres, ya mayores, le habían inculcado y que correspondía a un periodo histórico harto superado.
Se conocieron por pura casualidad. Aquel día llovía en Barcelona, y ambos, corriendo para guarecerse de la lluvia, tropezaron al introducirse en el quicio de un portal. Después de las excusas pertinentes, se rieron de su atolondrado proceder, y ello propició el entablar conversación sobre cuestiones baladíes que se prolongó mientras descargaba el temporal. Al despedirse, se intercambiaron los números de teléfono por pura cortesía.
La casualidad, tan propicia al dios Eros, hizo que al cabo de unas semanas, de nuevo en este hermoso día se encontrasen en la Plaza de Cataluña. Ambos se miraron con la ambigua sensación de que se conocían, hasta que fue ella la primera que con algazara le interpeló:
--¿Os mojasteis mucho?
Como un relámpago acudió a la memoria de Lorenzo la escena de su encuentro.
--No. Gracias a Dios dejó de llover. Me agrada volver a verte-- se tuteaban con esa dejación de las formas sociales que caracteriza al mundo actual.
--También a mí-- replicó Helena con plena naturalidad.
--Pues ya que coincidimos en el mutuo agrado, si no tienes prisa, ¿porqué no nos sentamos en la terraza de este café y charlamos un rato?
--De acuerdo. ?Accedió ella, encaminándose hacia una mesa libre.
Lorenzo la siguió, sorprendido del desparpajo y seguridad con que se mostraba la muchacha.
Enfrascados en la conversación estuvieron cerca de una hora. Helena contó que sus padres regentaban un comercio de su propiedad en la zona alta de Barcelona, y que vivían encima, en la propia casa. Que aquel curso acababa la carrera de Biología. Habló, también, de su hermana menor, Montse, que era muy linda, y estudiaba segundo de farmacia.
En todo el tiempo que pasaron juntos, Lorenzo apenas tuvo ocasión de hablar y tan sólo para decir: que hacía dos años había terminado la carrera de ingeniero industrial, y que trabajaba en la empresa Construc, S. A., dedicada a edificar naves industriales; que residía en San Gervasio, por lo que eran vecinos, y que vivía sólo, si bien una asistenta por horas cuidaba de la limpieza del piso y de prepararle la comida.
Lorenzo quedó enamorado de la simpatía de Helena: la sonrisa emanaba de su faz como el agua cristalina y burbujeante surge de las entrañas de la tierra. Se expresaba con dulzura, aunque explicara las cosas más intrascendentes. Tenía la voz suave, con registros graves y susurrantes en ocasiones que transmitían a la conversación un tono de intimidad cómplice. Deleitaba escucharla y por eso Lorenzo nada hacía para interrumpirla.
De improviso, Helena se levantó y, tendiéndole la mano, le dijo:
--Perdona. Tengo que irme. Se me hace tarde y en casa estarán intranquilos. Gracias por tu invitación. Adiós.
Lorenzo, de pie, estrechó la mano de Helena, sin saber que decir. La premura de Helena le dejó tan perplejo, que la vio partir con la sensación de que su comportamiento hubiera podido ofenderla en algo. Volvió a sentarse, esperando que se acercara el camarero para abonar la consumición. Cuando lo hubo hecho, se dirigió a las Ramblas a un restaurante cercano para comer. No tenía tiempo para ir a su casa, ya que a las tres le esperaban en la obra que su empresa construía en la calle de Almogávares.
Todo el tiempo, aunque intentaba centrar el pensamiento en el trabajo a realizar por la tarde, no podía apartar de su mente la imagen de Helena. No era tanto el físico, aún siendo esplendoroso, lo que distraía su atención. Era la simpatía, la grácil forma de expresarse, aquella manera tan suya de contar las cosas creando un clima de intimidad y confianza, como si fueran amigos de toda la vida, lo que tenía a Lorenzo ensimismado con aquél recuerdo subyugante.
Terminó de comer y precipitadamente se fue a la caza de un taxis. Dada la hora, estos escaseaban y los pocos que descubría iban ocupados. De forma que optó por el Metro que le llevaría hasta la parada de Marina.
Llegó a la obra puntual como un reloj, en el momento en que Pedro, el encargado de la misma regresaba de comer. Ambos se dirigieron a un barracón provisional, construido al fondo del solar, donde existía una rústica mesa sobre la que estaba extendido un plano.
Desmenuzando sobre el plano las líneas trazadas iban fijando las características de las viguetas, los puntales de aguante, las cargas y cuantos datos convenían para la realización del trabajo en marcha.
De pronto, Pedro, levantando la vista del plano, con la confianza de un continuado trato a lo largo de los dos años de colaboración y ser aproximadamente de la misma edad, le espetó:
--¿Qué te parece, Lorenzo, si lo dejamos?
--¿Por qué? ?Interrogó Lorenzo atónito.
--Porque, chico, estás en las nubes. Te hablo de las jácenas que deben sostener la grúa transportadora, y me contestas por peteneras. ¿Qué te ocurre?
Sorprendido Lorenzo de su propia distracción, no sabía que argüir para excusarla. Le avergonzaba confesar al compañero que su mente no dejaba de desmadejar el misterio de que Helena le hubiera dejado de forma tan abrupta, sin encontrar explicación lógica para tal comportamiento. Ello constituía la razón de esta ausencia mental en la labor que desarrollaba con Pedro.Después de un breve silencio, se excusó:
--A mí, nada. Debe ser producto de la digestión. Para llegar a punto he comido excesivamente aprisa. Pero como lo principal que teníamos que tratar ya está hablado y tu experiencia suplirá las cuestiones que se vayan presentando, mejor que lo dejemos hasta mañana.
Ambos se despidieron con la afabilidad de buenos compañeros. Al salir de la obra, Lorenzo dudó si valerse de un taxis o dirigirse a pie hasta la plaza de Cataluña, para desde allí tomar el tren hasta la estación de Provenza, en cuya calle están las oficinas. Si horas antes, a Lorenzo tan sólo le insinúan que su pensamiento iba a estar absorbido por el recuerdo de una mujer, lo hubiera negado con tal contundencia y seguridad, que su sola mención le hubiese merecido el calificativo de descabellado
La obsesión por el estudio y luego por el trabajo, hizo que Lorenzo jamás tuviera relación sentimental con ninguna mujer, al punto que ahora continuaba tan puro y casto como al nacer al mundo hacia treinta y un años. Los malpensados insinuaban era homosexual, por no relacionarse nunca con nadie del sexo contrario. Pero tan aberrante insidia dejaba de prosperar en cuanto se le trataba, ya que tampoco en la relación con los congéneres resultaba muy cariñoso. Por el contrario, solía ser distante y frío. Eso le valió en su época de estudiante y durante el tiempo que prestó el servicio militar en Artillería fama de antipático y engreído. Los compañeros de trabajo, por el contrario, lo juzgaban más por su reconocida sabiduría, que por el carácter frío e introvertido, y le dispensaban, como superdotado, gran respeto y admiración.
Al llegar al Arco de Triunfo se detuvo frente a un teléfono público. Recordaba que en su primer encuentro con Helena se habían intercambiado los números de teléfono respectivos. Buscó en su cartera, hasta que encontró un papel en que estaba anotado el nombre de Helena y su teléfono. Se acercó al aparato y marcó el número. Respondió una voz de hombre, con el que sostuvo la siguiente conversación:
--Diga.
--¿Está Helena?
--No, ¿Quién la llama?
--Un amigo, Lorenzo.
--Pues no está. Ha salido para asistir a clase, en la Facultad. ¿Quiere le dé algún recado?
--No, muchas gracias. Buenas tardes.
--Buenas tardes.
Sin meditarlo un segundo, se dirigió a la parada de taxis, diciendo al taxista:
--Lléveme a la Diagonal, frente al Palacio de Pedralbes.
(Continuará)
Datos del Cuento
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1858
  • Fecha: 30-03-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.81
  • Votos: 70
  • Envios: 0
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