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ABISSIMUS

Hoy diría, en los años de la madurez torva, cuando se doblega el tiempo en el esqueleto que desde que me sentí inspirado ante la necesidad de fortalecer mi espíritu me adapté a ciertos hábitos que, en los momentos en que los comencé a practicar, aun con cierta suspicacia natural como la tendría cualquier hombre, los asumí como traslúcidos. Hoy digo, y repito hoy, pienso que éstas obsesiones han poseído un valor incalculable en mi existencia, lo más probable es que no estaría aquí si ellas no se hubiesen acercado a lo imperioso, a la absoluta amplitud secular del laberinto; sin embargo, debo aceptar que todo tránsito, aún en la ceguera, es aprendizaje puro y tiene en sí el embrión del infortunio en sus dominios y quizás ocurra entonces, en tanto oración y pensamiento, que jamás se encuentre una salida.
En esa iniciación comenzó mi desgracia al iniciar el camino para apaciguar la avidez de mi alma oscura. Yo vivía entonces en Blaubergtung, en casa de la abuela materna.
Hoy sin embargo, en estas estaciones de fatiga, todas esas primeras ocurrencias, que en verdad aún después de tantos años transcurridos siguen siendo eventualidades que se parecen entre sí y confunden la memoria, continúan conformando para mí, el mismo espacio oscuro interminable.
Tal vez sea el primer hombre que piensa que puede hablar de aquello que nunca dilucidó y se maravilla con la palabra hechizada que brota repentinamente de sus labios, y sin saberlo, descubre un nuevo mito. El mito del hombre que trasciende más allá de los muros de su calle.
Mis noches las conozco una a una y se que fueron largas e inacabables, insomnes y abstraídas cuando la mente huía consciente de su propio laberinto. El alma quedaba entonces expuesta a sueños insoportables, a vanidades que el riesgo pervierte con trampas falaces e impostoras.
Mi arrebato de iniciado fue insondable y más oscuro que el abismo que se desbanda por el despeñadero con pezuñas de bestia al galope.
Ilusionado, en todo caso, en la plenitud de la atadura, en el obstinado afán de dilucidar una salida del cautiverio , el quinto ángel tocó la trompeta una mañana de un día lunes de marzo, de niebla invernal, espesa y húmeda. Advertí entonces una estrella que se desbandó del cielo a la tierra en un santiamén. A ella se le asintió el camino del abismo y así franqueó la oquedad del precipicio, con la prontitud del rayo. Luego del foso ascendió humo como humareda de un enorme crisol; y se enturbió el sol y el aire y enfrentamos peligrosos trances para respirar. De la niebla gaseosa emergieron entonces insectos sobre el suelo; y obtuvieron de la apariencia, energía, tal como la que tienen los escorpiones del desierto y del valle.
La noche se hizo aún más oscura, en mis primeros años en Blaubergtung, durante las estaciones de la guerra. Un hombre rapado, con voz maligna advirtió en la plaza de la ciudad, donde la gente se había concentrado con miedo, a las sabandijas, y a las alimañas, que no destruyesen el herbaje del terreno, ni tampoco el verdor del follaje, sino únicamente llevaran su mal a los mortales, a aquellos infelices de mi clan que no llevasen el signo del todopoderoso en sus semblantes, o a quienes no portasen su brazalete, tal la señora Cohan, o mi vecino Kroner. Las órdenes fueron tajantes dadas por los HOZ a sus rastreros en Blaubergtung: a los prisioneros y a los habitantes de la oquedad que no se les debía matar inmediatamente, sino que correspondía atormentarlos primero, durante cinco meses; y su martirio sería el suplicio del alacrán después que hiende con sus garras en la textura débil de la piel de un hombre acorralado.
Mis amigos de la calle Plötz fueron llevados a los pocos días a Treblinka y nadie dijo nada; con los años sólo supe de Isaac, por una prima mía, que él había logrado resucitar de entre los muertos y que ahora estaba en Poznan, y tenía de nuevo una familia en otra concavidad.
Nadie dijo nada en medio del horror y su asqueroso silencio. En aquellos días los varones mendigaron la muerte, sin embargo, algunos no la hallaron y desearon entregar el alma con tanto sufrimiento, pero la muerte les fue esquiva.
Los amos fueron los mayorales en cada esquina de Blaubergtung. La catadura de sus plagas era idéntica a corceles entrenados para la guerra, a caballares broncos adiestrados para avasallar al siervo; con avíos semejantes a diademas de oro en sus testas; sus trazas aparentaban fisonomías humanas; mantenían sus crines como cabello de hembras, aunque sus maxilares recordaban ls mandíbulas de fieras carnívoras. Portaban panoplias tal como corazas de acero y el golpeteo de sus plumajes se parecía a la algazara de incontables armatostes y palafrenes marchando a la batalla, como ese convoy que entró en mi pueblo a las cinco de la mañana de ese día de mi niñez que se resguarda temeroso en mi memoria.
Los alacranes recuerdo, tenían colas largas, unos enormes aguijones de acero que agitaban en el aire espeso, parecido a la masa fermentada con la levadura. En esos rabos poseían vigor para destruir a los varones durante cinco largos meses perniciosos y cualquiera podía oír, desde cualquier lugar, su áspero desplazamiento por las calles de la ciudad violada.
Los Kleinert que se habían escondido en una buhardilla, de nada les sirvió meterse más adentro de nuestro propio laberinto cuando se acabó la comida y la abuela comenzó a expulsar los pulmones por la boca, en los accesos de tos tuberculosa.
Era infame comprender que la historia de los pogroms se repetía, para los Cohan y para los Kleinert. Los Kroner vivían desde hace muchos siglos en esta tierra y para ellos no había existido ni la asechanza, ni el temor. ¿Por qué entonces estos arácnidos con gargantas oscuras, con apariencia de talegas y vientre que se alargaba en una cola de seis trancos y concluida en un aguijón corvo y mortífero, nos perseguían?
¿Quién era la majestad que los impelía? ¿Era acaso Abadón el nombre de aquel demontre, en el dulce hebreo de mis antepasados: abuelos y parientes?
Karol, un viejo compañero de escuela de mi abuela Sara, nos advirtió, un fin de semana, que debíamos abandonar Blaubergtung rápidamente, para que no conllevásemos, en el tiempo y en sus áreas, sus culpas y sus plagas. Nos previno que las bestias no aceptarían mirar con sus pupilas sanguinarias el color de nuestros ojos y que nuestras oraciones dejarían de ser plegarias, porque la Providencia no escucharía a los levitas desde esta parte de Polonia. Por eso no hubo serafines a comienzos de la humedad de marzo, tampoco en la lluvia de noviembre del 1939. Los Groszinsky llorarían en nuestros brazos la partida de David, el primogénito. Mi padre había viajado hace unos años a Prusia, intentando hallarnos un rumbo y de allí se había embarcado en el Báltico con destino a los confines de la América austral, se enteraría, después de la invasión, mi vieja madre en Sobibor.
En años tardíos los alacranes volverían un día martes de septiembre, de espesa niebla matinal. Blaubergtung estaba ya semidestrudida en mi memoria, pero algo en el recuerdo se le parecía. Observé en el cielo una estrella fugaz que se apartó del firmamento y se hundió en la tierra; y cruzó como un celaje la entrada del abismo. Hubo ruidos desastrosos y miradas tristes. Más tarde remontó suciedad de la oquedad como efluvio de un fabuloso recipiente; y se deslució la luz y la atmósfera. De la bruma vaporosa surgieron entonces larvas sobre la superficie; y consiguieron del suelo, braveza, tal como el que tienen los escorpiones del desierto y del valle. La noche se hizo pues aún más oscura, como mis primeros años en Blaubergtung, durante las estaciones de la guerra y supe esta vez que no tendría escapatoria.
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