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¡Disparo al corazón!

Con el habitual frío de junio entumeciendo Santiago, el sonido entrecortado del timbre despertó a medias a Diego Riquelme, con una resaca que le pegaba la lengua a su paladar. Se asomó al corredor y observó que había correspondencia bajo el quicio de la puerta. El sobre gris, tanto como el día que partió desde su natal Mendoza en busca de mejores expectativas, contenía un diminuto papel que decía en letra manuscrita: “Hoy, al mediodía, en el café de la esquina. Urgente. El Taita”.

Giró a su alrededor provocándose una breve náusea, que no le impidió echar una mirada nostálgica al póster de “Lo que el viento se llevó”, en que Clark Gable y Vivien Leigh se perdían en ese casi beso, con un fondo anaranjado atardecer. Cómplice de esa difusa imagen, era la etílica noche anterior de quien observaba, las cortinas cerradas y el polvo acumulado por semanas del comedor-dormitorio.

Riquelme, que delataba un sobrepeso de ocho kilos a sus 35 años, no quiso perder tiempo, aunque sus pies dijeran lo contrario. A tientas caminó hacia la cocina para quemar el mensaje, como en las películas de espionaje, viéndolo extinguirse en el lavaplatos, en medio de mugrienta vajilla, entre tenedores y cuchillos que se confundían con sobras de tallarines y arroz descompuestos, y uno que otro cenicero cubierto de colillas y cuescos de aceitunas.

Se anudó la bata de levantar, corrigió la postura de los pies en sus pantuflas y abrió el refrigerador en busca de líquido, algo frío, lo que fuera, pero que no tuviera alcohol. Sorbió a regañadientes del gollete de una cerveza desvanecida e interrumpió ese trago al ver que las agujas del reloj despertador se acercaban al número doce.

-Puta la gueá –se recriminó, mientras se acercaba al portal vidrioso. Corrió el visillo, abrió un ala de la ventana desde el picaporte oxidado e infló los pulmones con una larga aspirada de aire fresco. Abajo, en la terraza del boliche de la esquina, un anciano de lentes gruesos, pelo cano hasta en las cejas, tan delgado como su bastón de bronce, le hizo una señal de saludo con el brazo.

Riquelme asintió con un párpado todavía cerrado. A pesar de la ausencia de sol, se puso gafas oscuras y grandes para ocultar en parte las ojeras. Trocó el pijama por un traje dos piezas; buscó su sombrero de fieltro y las dos compañeras de trabajo y de vida, desde hace algunos años: la Beretta, que ocultó en la canilla derecha, y su Magnum a la sobaquera del lado izquierdo. Bajando la escalera le vino ese aire de grandeza y misterio, que ponía cada vez que tenía cita con El Taita o cuando estaba en medio de un trabajito nocturno. De la puerta del edificio al café había unos cuantos metros y segundos, el intermitente paso de automóviles, que sorteó sin problemas, y la solicitud de Gin con soda al mesero, tras sentarse y saludar a su interlocutor que bebía un Ruso Negro.

De ahí un monólogo, en tono grave, sin hilar muchas frases, de El Taita, que ocultaba una mano en el bolsillo del abrigo y con la otra sostenía el vaso:
-Soledad, mujer esbelta, unos 32 años, metro setenta, pelo moreno y ondulado, gusta de vestirse elegante aunque no tenga ni un peso. Mucha joya, abrigos de piel y una sonrisa que mata... perdón cautiva. La reconocerás al verla. Es tu blanco- apuntó el anciano, sin dejar hablar a su contacto, que atinaba sólo a ajustarse los lentes. Un sorbo al Ruso y continuó con el mensaje mortal:
-Tiene su hombre, de baja estatura, metido en el narcotráfico, pinta de cafiche, él nos contrató; está harto con sus infidelidades y con las amenazas de lo que ella sabe sobre sus negocios, por eso dijo basta y quiere eliminarla. O sea, nosotros, o sea tú. Haz que sea vea como un asalto frustrado, violento, nada de mensajes en voz alta ni a la vista de gente...

Escuchó y escuchó las instrucciones, muchas de ellas cayeron en su trago, pues el oído de Riquelme no estaba para tanta palabrería, menos si se trataba de un asesinato, y mucho menos el de una mujer que, por ciertas características, le rememoró un antiguo y dolido amor. El Taita le insistió varias veces que el asunto del homicidio debía ser minutos antes de la una de la tarde, de ese mismo día, en las afueras de un restorán de comida china de calle Miraflores con Merced. Allí, se juntaría la pareja; ella llegaría antes que el cliente.

-No lo olvides: un simple asalto, de un malacatoso. Dos disparos, o uno, al estómago. Nada de trajes gangsteriles ni escapadas en cámara lenta, ¿me entiendes?- remató El Taita.
-Está claro, como este gin- bromeó sin sacar una mueca alegre en su contertulio, quien se tomó el último sorbo de su Ruso Negro, dejó unos billetes esparcidos en la mesa y sacó la otra mano para afirmarse en el bastón, no sin antes despedirse de su empleado, dejarle otro sobre con dinero y advertirle:
-Nada de trajes mafiosos, vístete como un delincuente callejero y punto.
-Está bien, sólo una pregunta...
-...
-¿Cómo se llama la víctima?
-Te lo dije, Soledad.
-No, pero su apellido...
-Da lo mismo, Riqui, si las vas a matar en media hora más ¡Déjate de huevadas, y apúrate que va a ser la una!

“Da lo mismo, Riqui...”. Esa frase le quedó dando vueltas un buen rato, a tal punto que el asesino a sueldo ni se dio cuenta de la partida del jefe, de quien sabía lo justo y necesario en esos años de sociedad no documentada: que le decían El Taita; que pagaba la mitad del trato en el contacto y la otra finalizado el trabajo; que también ofrecía pegas más livianas, como asustar a un cliente atrasado en las cuentas o investigar por encargo de un marido celoso o de un empresario en apuros que busca información de la competencia.

Pero, eso de “Riqui” le trajo el recuerdo de quien era la única persona que lo llamaba así. Claro, sutil coincidencia o flojera de su jefe por terminar de pronunciar su apellido, pensaba Riquelme, pero ella, la que amó con pasión y perdió en una actitud de puerilidad y cobardía, se le volvía imaginariamente. “Riqui, eres lo más importante en mi vida...”, “Por favor, Riqui, deja ese violento empleo…”, palabras que siempre iban acompañadas del tierno y cándido rostro de su ex esposa que lo hipnotizaba a dejar, por unas semanas, la sangre, los golpes, las amenazas, las noches perdidas y muchas más con estrellas iluminadas de incertidumbre y matonismo. Además, se repetía el nombre de la víctima, eso sí que era una mala casualidad.
-¡Imposible!- dijo en voz alta en ese desolado café, pensando en que no creía que el encargo mortal era eliminar a su mujer. Pero cómo, se cuestionaba Riquelme ya de pie rumbo al departamento, si de lo poco que sabía El Taita de él era justamente de aquel amor de juventud que terminó abruptamente una de tantas noches de regreso a casa, con las ropas manchadas de sangre, y ella esperándolo para reprocharle su profesión y decirle que se marchaba, con las maletas ya empacadas.

Abrió la puerta del departamento con un pensamiento que le mejoró la cara: éste sería su último trabajo. Quizás el sonido del nombre de la víctima, sus características similares a las de “su” Soledad, el mote “Riqui” que ella le decía en la intimidad... todo aquello, más un cuerpo herido por muchas batallas, algunos ahorros más una herencia de su madre que le permitirían vivir un tiempo sin trabajo, le acicatearon tal decisión.
-Termino esto y le informo al Taita- pronunció, mirando profundamente el póster fílmico, indagando respuestas en Scarleth y Rett. Por ejemplo, si murió el amor de ella a él, o la hastió lo que hacía de madrugada, no había necesidad de tanta saña y odio a la hora de dividirse los bienes que compraron durante el matrimonio. Ni tirar las manos desesperadas, como cliente etílico en botillería de barrio, ante la fortuna que le dejó la madre de Riquelme. Tampoco entendía la premura, casi a groserías, que impuso Soledad para que él firmara una cuantiosa póliza de seguro en caso de muerte, aunque su oscuro trabajo a veces lo ameritaba. Riquelme seguía cavilando: si hubo un sincero y definitivo adiós, por qué ella nunca le dio la nulidad y sólo desapareció del mapa.

Algo que seguía sin comprender Riquelme, mientras no dejaba de mirar ese cuadro que ella le regaló, que retrataba el filme que vieron tantas veces en el Normandie, hasta que un espíritu explorador inconsulto lo llevó al cuarto, al rincón del clóset, a una caja de zapatos que servía de álbum fotográfico, dejando como rastro de ese camino las pistolas en el piso, el sobre del pago en el velador, su sombrero en la manilla de la puerta y el terno en la cama.

Comenzaron a salir, como de la chistera de un mago, fotos Polaroid de Soledad, de Riquelme, de ambos, de la mano, abrazados, de primeros planos de rostros captados por ellos mismos, de paseos a Valparaíso, en que se hospedaban en una pensión de dos pisos con cubrecamas aterciopelados y espejos, que hablaba de un pasado prostibular. El, de rodillas, con ojos lacrimosos, era una imagen tragicómica si el lente voyerista de vecinos atisbaba más allá la Beretta y la Magnum de ese débil asesino.

Se secó las mejillas con las mangas y miró al despertador -faltaba un cuarto de hora para el fugaz encuentro-. Su corazón comenzó a retumbar más fuerte y rápido, se paró, miró por la ventana y pensó en ella nuevamente. Se veía nítida, con su cabello azabache de rulos, una imagen que se le pegó en la mente como una instantánea sin fisuras ni claroscuros, y se le vino una idea, algo inconsciente y resacada:
-Y si fuera ella, tal vez... no, no puede ser... pero y si es, entonces no debo ir como un roto cualquiera, no, eso sí que no. Iré elegante, que me vea que he cambiado, soy otro, que dejé esto del crimen medio organizado. Sí, basta de armas, es hora de chocolates y flores... por qué no, sería un buen comienzo.

En un dos por tres se lavó a cara, perfume atrás de las orejas, se arregló la corbata, la sobaquera por si acaso y enfiló al Supermercado El Molino, en el sector de Mapocho, en la misma ruta que su cita laboral, que ya no sabía si era con final a pólvora. Adquirió una caja de bombones, sin envolver, y un ramo amarillo de lilium. No había tiempo que perder. Una voz interior le recordaba la estupidez que estaba cometiendo o que iba a cometer... pero cuál: matarla o besarla. Hay tantas Soledad en este país, tan desolado y herido, que ese nombre es muy común, sobretodo en las jovencitas que nacieron durante la dictadura de los setenta y ochenta. Ni tampoco calzaba que El Taita, que sabía de aquel amor le pidiera tan bajo acto. Y para qué. Salvo el vil dinero que le reportaría el crimen o saldar una deuda por ladrillos de marihuana o bolsas de cocaína. Era reconocido en el ambiente la adicción de su jefe.

Así, lanzando ideas en voz alta y con un tranco apresurado, Riquelme llegó a la esquina de Miraflores con Merced. Pensó en el ramillete que traía y se imaginó en un verde y fresco lugar, jugando con una parejita de niños: el pequeño, de jeans jardinera, con su pelota; la de trencitas y falda escocesa con su muñeca de regalo de cumpleaños, y la madre también estaba ahí, más bella que en su disparatada juventud, con acariciables arrugas e inolvidables recuerdos que procrearon juntos, en un cuartito del barrio Lastarria. Eran las 12.50. Cruzó el umbral del local. Ni rastros de ella ni de sus trajes y joyas brillantes. Quizás cambió también Soledad, no se viste de la misma manera, se tiñó el cabello y le dieron mal el dato a su jefe, pensó, y volvió a retrucarse este hombre, cada vez menos asesino y más amante, esposo y padre en su interior: “No, imposible, en estos trabajos, el mensaje es claro y la respuesta sin vacilaciones”.

De regreso a la calle, a la acera de enfrente, se vio un tanto pánfilo con ese traje oscuro a rayas cruzado y flores, y chocolates, siendo la hora de almuerzo para tanto oficinista del centro de la ciudad. Tal estampa es más cotidiana observarla por las tardes, en esos días de la secretaria, del amor, de la madre, pero Riquelme tenía otro día que festejar: el de Soledad, del reencuentro, por eso no iba a jalar el gatillo, además ya le incomodaba el arma en su axila izquierda, lo cual consideró un síntoma de que de ese trabajo nunca más. Lo rechazaba su propio cuerpo como un acto natural; la misma sensación in natura pero al revés era imaginarse en escena con ella, como en “Lo que el viento se llevó”, donde Soledad O’Hara rechaza, increpa y golpea a Rett Riquelme, quien “tanto va el cántaro al agua...”, la toma con ambos brazos le roba un ósculo vaquero, casi salvaje, que termina siendo correspondido por ella con una cara de sorpresa y deseo.

Esperó y esperó varios minutos sin dejar de mirar la entrada del restorán, y auscultando la llegada de otras parejas, vendedores y la salida de los mozos a captar clientes. Encendió un cigarro, algo no típico a esa hora para Riquelme, y más bien demoledor al estómago si pensaba en la juerga de la noche anterior. Hizo un par de volutas humeantes y en un acto reflejo botó a la copa de un árbol dos tercios del Lucky, pensando en que el olor de la nicotina siempre molestó a su amada.
-¡Qué mierda hago! Actuando por un fantasma... –se restregó esa inmadurez pensante, pero la idea de Soledad pesó sobre las órdenes de El Taita y botó la cajetilla completa al tacho municipal. Y volvió a reflexionar en voz alta, casi dictando una carta:
“Te lo contaré todo, por qué estoy acá, pero dame tiempo. Te lo explicaré y sabrás que soy otro, por favor. Perdóname y volvamos a tener una oportunidad”.

Estaba en eso, atando cabos sueltos de la realidad y ficción, cuando vio salir del local a una mujer, bastante arreglada para ser de día y para ese sucucho gastronómico de poca monta. El mismo parecido, a la distancia, al pelo, estatura y cuerpo de ella. “Pero no es”, masculló Riquelme con un dejo de tristeza, cruzando la arteria, y constatando los empinados pechos que lucía la blusa abierta y blanca de esa mujer, y la presencia, de la mano a ella, de un tipo chico, con cadenas doradas en el cuello y muñecas, y dos musculosos “roperos” que hacían de guardaespaldas. De improviso, un Mercedes descapotable, frenó en seco chirriando los neumáticos, y se interpuso entre la pareja y el ya retirado asesino. Riquelme, paralizado y algo asustadizo, se ocultó en el árbol más cercano y alcanzó a oír la voz del mafioso acompañante de ella, que increpaba con acento bonaerense al chofer, que le recordó a alguien, un vejete, cubierto de canas, con lentes gruesos y cuerpo delgado:
-¡Hijo de puta, el pibe imbécil no se tragó la trampa!

En ese momento, Riquelme creyó comprenderlo todo, más cuando su mirada se cruzó con la de ella, la de Soledad, su viejo y desde ahora olvidado amor. Fueron segundos de confesión, de la celada que le prepararon ella y El Taita, en que las imágenes de hijos jugando en un jardín eran quemadas por la eventual bala que pudo salir de su Magnum o de las pistolas de quienes la acompañaban. Riquelme bajó la vista, buscando en las baldosas de la vereda algunas piezas del rompecabezas llamado póliza, herencia y nulidad. Se percató que un viejito limpiaba el basurero y ponía cara de suerte, al encontrar los cigarros que él, minutos atrás, había arrojado. Le ofreció los chocolates a cambio de un pucho; lo encendió y enfiló pausadamente rumbo a la Plaza de Armas, dejando caer las flores que llevaba. Se sintió algo cómodo, se soltó la corbata y el primer botón de la camisa, prolongando las piteadas al Lucky, como si el tiempo fuera ahora su mejor amigo y la libertad una reciente compañía; con ambos iría a platicar a la plaza, como el cesante y soltero que era ahora.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 6.03
  • Votos: 37
  • Envios: 0
  • Lecturas: 6085
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 23-07-2003 00:00:00

Señor escritor : leí con atención sus relatos, y pensé que alguien más de la página fuese aficionado a los cuentos largos, ( largos para la red, al menos), y hiciera su comentario. Pero pasó el tiempo y nada. Y me parece que el grupo de amigos que aquí compartimos, ( con algunos roces, por cierto, pero nada grave ), no puede dejar pasar sin pena ni gloria a un escritor que de verdad lo es usted. Pero creo que Ud. ha cometido dos errores importantes, según mi modesta opinión. ( Sigo mi comentario en otro casillero, ya que este se acaba )

Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 23-07-2003 00:00:00

Decía que en mi modesta opinión usted cometió dos errores, uno es el largo de sus textos, que no son funcionales a este sistema, ( a no ser que sean eróticos, claro),y el segundo error, que yo detecto, es que su obsesión por la perfección de sus textos, ( gran despliege de palabras desusadas, buena formación de frases, incluso hasta el sonido es bueno, prolija ortografía y correcta redacción ), terminan por afixiar a la trama, que se pierde en detalles en definitiva irrelevantes para estos formatos. En otras palabras, como lector termino de leer los cuentos antes de finalizarlos. Mi modesta opinión que ojalá tome a bien. Lo saludo.

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