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¿Bailas?

- ¡Ven, baila!

El anciano entreabrió lentamente uno de sus ojos, aún medio adormilado, tratando de descubrir al causante de tan molesta perturbación, que le había sacado de su tranquila siesta. Su primera impresión fue la de hallarse frente a un querubín, pues bajo un pelo dorado graciosamente ensortijado, le observaban anhelantes dos preciosos ojos aguamarina, brillantes y vivos.

- Vaya, sin duda me ha llegado la hora.- dijo para sí, socarrón.

Se incorporó en el banco cuidadosamente y rápidamente, no tanto como antes, pues uno ya iba mayor, se hizo una composición del lugar. La música de baile, la fiesta, la gente, el parque.

- ¡Baila conmigo! – repitió la voz.

El anciano dirigió entonces su vista hacia la criatura que tenía ante sí. Era una niña, sin duda. Una pequeña mujercita de menos de 7 años que, tirando irreverente de la pernera de su pantalón demostraba claramente que no estaba dispuesta a aceptar un “no” como respuesta a sus demandas. Era ciertamente una delicia observar cómo el esfuerzo hacía enrojecer su carita, mientras sus ojos no cejaban en su empeño de buscar los del anciano, al tiempo que repetía:

- ¡Baila conmigo!

El hombre sonrió y se levantó cansinamente del banco, moviendo cuidadosamente sus piernas para no golpear a la pequeña. La niña se soltó y se alejó un paso, sin dejar de mirarle. Entonces se inclinó graciosamente, como una danzarina de ballet y tendió elegantemente su blanca manecita a su improvisada pareja de baile.

- Me encantaría bailar contigo, pequeña – dijo el anciano, con un cierto tono de disculpa en la voz – Pero nunca bailo. - Al momento se dio cuenta de lo ridículo que podría sonar lo que había dicho, pero era cierto.

La niña le observó en silencio, pensativa, como asimilando cada una de las palabras que el hombre había pronunciado. Entonces, muy seria, se acercó y repuso en voz baja, casi inaudible:

- ¿No sabes bailar? Yo puedo enseñarte, es fácil. No tengas miedo...

Divertido ante la ingeniosa respuesta de la niña, el hombre extendió una mano arrugada, curtida por los años y la vida, y tomó con ella la de su menuda interlocutora.

- Nunca he bailado, cariño. Pero no porque no sepa, nunca he querido hacerlo. Lo siento.
- ¡Pero si es muy fácil! – dijo la niña, sorda a sus palabras – ¡Cualquiera puede aprender! – Y tiró graciosamente de su brazo, tratando de apartarlo del banco, poco dispuesta a darse por vencida.

El hombre se sorprendió de pronto pensando en lo familiar que le resultaba esta situación. La había vivido una y mil veces, a lo largo de su vida. Y el resultado había sido siempre el mismo. Su testarudez había vencido en todos los casos, haciendo oídos sordos a las insistencias, con frecuencia realmente tentadoras, de sus posibles parejas de baile. Se limitaba a sonreir, apoyándose a continuación en la pared, (sujetando las columnas, decían) para contemplar divertido, entretenido y a veces, ¿por qué no?, embelesado, cómo se movían sus acompañantes.
Pensándolo ahora, era asombroso que nunca hubiera caído en la cuenta de lo ridículo que resultaba todo eso. No había lesión, no había incapacidad, sólo la testarudez le impedía siempre dar el paso adelante. Sintió lástima por sí mismo, y a medida que reflexionaba sobre ello un nuevo sentimiento se apoderó de él. La verguenza.
Ahora que lo pensaba, nunca fue más que un pobre hombre. No había orgullo, determinación, palabra, que justificase su pasada actitud. ¿Qué había querido demostrar?

Entonces algo le sacó de su ensoñación. La música. Sin que se diese cuenta, la niña le había arrastrado finalmente hasta la zona de baile y se sorprendió a sí mismo al comprender que ESTABA BAILANDO.
Bueno, francamente, seríamos muy generosos al llamar baile a esa suerte de vaivén que sus caderas ejecutaban al ritmo de la música, al modo en que sus pies se despegaban alternativamente del suelo, o al bambolear desacompasado de sus brazos, fuertemente apretados por su compañera. ¿Qué más se puede pedir? Las leyes de la física son claras, y es necesario un gran trabajo para mover un sólido que ha permanecido tanto tiempo estático. Dudamos de que Newton encontrarse jamás un cuerpo tan inmóvil en el que confirmar sus teorías.
El anciano estaba en la gloria. La música inundaba sus oídos, como un poderoso torrente de agua llegado para arrastrar los escombros de toda una vida y abrir nuevas vías a sus sentidos. Su corazón golpeaba frenético al ritmo de la música, como un inmenso y dorado gong oriental, llenando sus venas de una energía inusitada. Sus piernas temblaban, mas no por debilidad, sino por sentirse incapaces de ejecutar todo lo que su dueño les exigía. Incluso su vista estaba trastornada, pues a ratos le parecía estar danzando con una belleza rubia de peligrosa mirada, en lugar de la niña, no menos peligrosa, cierto es, que había conseguido el milagro de licuar la piedra. Un pestañeo y la ilusión desaparecía, para volver al siguiente.
Jamás había sentido algo igual. podía notar cómo la gente se detenía a contemplarlos bailar, y entreveía la admiración en sus rostros. Incluso le creyó ver, apoyado contra una columna, a un muchacho que se ajustaba sus gafas, sin duda con ánimo de presenciar el espectáculo. Sonreía.
¿Le había guiñado un ojo?

Entonces la luz se apagó.

Se encontró sentado en el banco, sin una idea clara de cómo había llegado hasta allí. La niña le observaba, sonriente. De un brinco se encaramó al asiento y depositó un beso en su mejilla, al tiempo que decía:

- Gracias

Acto seguido, descendió del banco y se alejó corriendo.

El anciano la siguió con la vista, hasta que su dorado pelo no fue más que el brillo de un rayo de sol entre la muchedumbre. Sacó su pañuelo del bolsillo de la chaqueta y secó el sudor de su frente, reviviendo lo sucedido.

- ¡Qué demonios! - concluyó - ¡Si llego a saber que esto era tan divertido ... !
- Seguirías obrando de la misma manera, pues siempre has sido demasiado cabezota. - dijo una voz muy cercana a su oido derecho.

El hombre volvió su rostro para encontrarse con la mujer. Se encontraba sentada a su lado, ¿desde cuando? no la había sentido hasta ese momento. Su cabello negro contrastaba fuertemente con la palidez mortal de su rostro y, a pesar de que su sonrisa era amistosa, sus ojos azabache eran dos profundas simas que ocultaban, sin duda, grandes peligros en su interior. El anciano sintió frío.

- Tú. - dijo, comprendiendo quién era. - ¿Ya es la hora?
- Querido, me parece que ha sido suficiente. ¿No eres de esa opinión?
- Nunca es suficiente- pensó el hombre, mientras devolvía su pañuelo a su lugar original.
- Así es el juego. - repuso ella, contestando a su pensamiento. - ¿Nos vamos? Es tarde, ya nos esperan.

El anciano miró su reloj, instintivamente. Se había parado. Todo se había detenido. Suspiró, resignado y se levantó del banco. Entonces se volvió sonriente, con una pícara mirada en sus viejos ojos y tendió su mano a la mujer.

- ¿Bailas? - dijo.
Datos del Cuento
  • Autor: Taxista
  • Código: 3041
  • Fecha: 14-06-2003
  • Categoría: Metáforas
  • Media: 5.8
  • Votos: 79
  • Envios: 3
  • Lecturas: 3183
  • Valoración:
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
maritza vazquez
invitado-maritza vazquez 13-02-2005 00:00:00

Es lindo, reflexivo,caluroso, humano, ante todo agradable y sincera la manera de llegar al punto de la muerte. Felicitaciones taxista.

Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 15-06-2003 00:00:00

Has vuelto, señor Taxista, con otro texto de gran calidad. La señora era la huesuda, ¿ verdad ? Muy bueno.

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